sábado, 19 de febrero de 2011

Yesca.

Para Elena.

Tú en las sombras. Tú con tu traje a rayas, tu corbata roja. Tú y tu estuche. Tú de cuclillas junto a un carro. Tú en las sombras. Tus fierritos descifrando la cerradura. Tú abriendo la puerta en silencio, cruzando los cables, encendiendo el motor. Tú y los faros apagados, tú sin salir de primera, tú y las tres cuadras obligadas. Tú y después las luces. Tú y después segunda, tú y tercera, tú y cuarta. Tú y tu mano hurgando en el bolsillo del saco. Tú y tus dedos dejando una tarjeta en el retrovisor. Tú, y el carro, y el barranco. Tú saliendo del carro diez metros antes del borde. Tú y las luces que caen, y el sonido del hierro, y sacudirte el polvo, y dar unos pasos, y llegar a tu carro, y sacar la llave, y encender el motor, y marcharte a casa.

Tú despertando antes que tu mujer, bañándote en silencio. Tú poniéndote el traje, la corbata amarilla, desayunando en la cocina, tomando jugo de naranja, leyendo el periódico, ignorando a los niños.

Tú y la noticia en la radio del decimonoveno auto “ejecutado” en un mes. Tú y la sala de juntas. Tú y tus papeles, y tus números, y tus gritos, y tus victorias pírricas. Tú en tu computadora, tú en el baño, tú comiendo con un cliente, tú y tu teléfono.

Tú aprovechando que eres jefe y que sales temprano. Tú quizá robando el auto de tus empleados. Tú quizá robando coches de desconocidos. Tú a veces saltando a último momento. Tú a veces saliendo con más calma. Estrellándolos. Estrellándolos. Tú y tu carro esperando a un lado. Tú y el beso a tu mujer siempre que llegas a casa. Tú viviendo así. Tú algunas noches no, otras noches sí. Tú y tu mujer que no sospecha, tus hijos que no sospechan, tus empleados, tus clientes, tus socios que no sospechan. A veces sí, a veces no. Tú y tu poder. Tú viviendo así.

Tú viviendo así durante meses, con tu estuchito, tus herramientas en la guantera. Tú viviendo así, dejando tarjetas con nombres falsos en los retrovisores. Tú viviendo así, con tus trajes perfectos y tu carro esperando entre el olor a caucho quemado. Tú viviendo así. Tú viviendo así. Tú viviendo así hasta el día en que sales del trabajo y no encuentras tu carro.

Tú corriendo por la calle, tú tomando un taxi, tú dando instrucciones, tú llegando al barranco. Tú en el borde, tu carro en el fondo. Tú bajando, tu carro en el fondo. Tú a diez metros, tu carro en el fondo. Tú a ocho metros, tu carro en el fondo. Tú a tres metros, tu carro en el fondo. Tú en el fondo.

En el retrovisor tu tarjeta.

El inquilino.

Para Grace.

Por primera vez, después de cinco meses, se decidió a desnudarla mientras dormía.

Empezó contándole los lunares del cuello, uno a uno, nueve veces. Después, con poco pulso, se atrevió a moverle un poco la blusa para contarle los de los hombros. Pero no se detuvo ahí. Quitó las sábanas poco a poco, contando, progresivamente, los lunares de los brazos, de las manos, de los dedos, de los pies.

Dejó que el borde de sus manos se fuese deslizando sobre el vello de las piernas mientras le bajaba los pantalones de la pijama, le suspiró en la entrepierna, y se dedicó a enumerar las constelaciones que había en sus muslos, en sus pantorrillas.

Le besó el ombligo y cartografió su vientre. Quietecito quietecito, le fue destapando los senos para revelar las estrellas negras sobre fondo blanco. Le lamió un pezón, pero el otro no.

Por fin llegó al rostro y pasó lista a los viejos conocidos: el pequeño de debajo del labio, el de la mejilla, los dos del costado de la nariz. Resistió el impulso de besarle los párpados y se conformó con la barbilla.

La vistió poco a poco, y luego volvió a taparla. Él regresó a su sitio de siempre, bajo la cama.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Marlboro rojos.

Es la sala de aduanas más limpia del mundo. Yo espero en la fila entre un grupo de monjas y una pareja de pakistanís. Las monjas no hablan entre ellas, la mayoría se dedica a estrujarse las manos. Hay una monja enana que parece pingüino.

El gringo que me toca no parece mala gente. Me pide los papeles, los revisa y dice Humbértou como confirmando. Luego sonríe. En serio que no parece mala gente.
-¿Álgou que declarare?
-Nope.

Asiente, se pone los guantes, y se dedica a explorar mi maleta. Saca las tres cajas de Marlboro rojos y los pone sobre la mesa. Yo espero y pienso y me pregunto si estoy nervioso. Como no estoy temblando lo más seguro es que no lo estoy. Si no tiemblo es porque no lo estoy. Y la verdad es que no lo estoy. Seguro que no lo estoy porque el gringo no parece mala gente. Él sigue revisando con sus guantecitos. Yo no me apuro; amén de los cigarros, unos libros y bastante ropa, no llevo nada más.

-¿Pour cué tantous cigarrilios, Humbértou?- me pregunta mientras cierra mi maleta sin haber guardado las cajas.
-‘Cause I smoke a lot- le respondo.

El gringo me observa y sacude el bigotito. Se pone a revisar algo en la computadora y yo no dejo de preguntarme si me podré robar un par de guantes. El gringo termina de darle al teclado, toma mi pasaporte y visa y los vuelve a revisar. Los pone sobre la mesa, lo mismo que la palma de sus manos.

-How old are you, Humbértou?
-Just turned 19 last month.
-And why are you bringing so many cigarettes, Humbértou?
- Because I smoke a lot, I’ve already told you- le respondo. El gringo acomoda las cajas paralelas las unas a las otras. Me observa. Las observa. Me observa. Las observa. Vuelve a la computadora.
-How much time are you planning to stay in the country, Humbértou?
-Just a couple of weeks.
-And you really need thirty packs of cigarettes, Humbértou?
-Well… I smoke ‘round two packs a day, so yeah.
-Geez, two packs a day… that’s a lot for a young guy like you, isn’t it?
-You could say, yeah.
-Aren’t you worried about your health?
-Not really.
-Smoking causes cancer, you know?
-I know.
-And why do you keep smoking, Humbértou?
-‘Cause I already have cancer, sir.

Se congela. Lo que sea que estuviera escribiendo lo interrumpe. Voltea a verme. Parece estar a punto de decirme algo, pero no le sale. Entro para salvarlo.
-It’s pancreatic cancer, you know? My lungs are fine, if that’s what’s keeping you worried.
-I’m sorry.
-You don’t have to be. You didn’t knew.

Y me observa, pero no como antes. La lástima en las pupilas siempre me ha parecido una lástima de pupilas. El gringo vuelve a lo suyo mientras evita mirarme a los ojos. Sella lo sellable y anota lo anotable con un silencio tenso. Yo me voy enrollando la bufanda en el dedo.

-I think that’s about it- me dice mientras vuelve a meter las cajas de Marlboro en la maleta- Good luck, Humbértou.
-Thanks.

Cojo mis cosas y salgo de la aduana. Salgo. En la sala de espera diviso, a lo lejos, a mi tía y a un par de primos. “Camina y sonríe” me digo “Camina y sonríe, sí señor”. Los abrazos y los besos con saliva en la mejilla. No sé qué hacer cuando noto los lagrimeos de mi tía que no puede creer que esté tan grande. Yo, en cambio, no puedo creer que mi prima esté tan buena. Yo ni siquiera sabía que tenía una prima, pero es ella quien toma mi brazo para dirigirnos a la salida. Mi tío ya nos estaba esperando en el carro. No es un buen carro, pero es un carro, qué caray.

Parecen horas lo que nos toma en llegar a la casa con tanta pregunta que me van haciendo. La mayoría son preguntas para saber el estado de salud de parientes de los que yo nunca oí hablar (¿Apoco tengo un tío Amadio?). Para enfado de mi tía le confieso que soy un pésimo informante porque soy pésimo chismoso, y qué le vamos a hacer. A veces mi prima me toma la mano y me pregunta cosas del país. Tiene acento de pocha, pero a mí de cualquier forma se me para cuando me toca. En esas estaba cuando mi tío anunció “Ya llegamos” y yo tuve que hacerme el idiota unos minutos para que se me calmara el asunto y poder bajar tranquilo del carro. La casa no es una linda casa, pero por lo menos es una casa.

Saludo a un par de primos que no sabía que existían mientras mi tía me da instrucciones para llegar a mi cuarto y dejar la maleta. El cuarto en sí no es un gran cuarto, pero no es un mal cuarto. Aprovechando que me dieron tiempo para poder acomodarme me pongo a vaciar la maleta sobre la cama (que no es una gran cama, pero qué le vamos a hacer). Calcetines, calzones y playeras a los cajones. Los libros los voy apilando en el buró. Las cajas de cigarros me las acomodo bajo la axila y salgo al pasillo para buscar el baño.

Por suerte el baño es un gran baño, y hasta da gusto cagarlo. Cuando salgo me encuentro a mi prima y le sugiero que no entre. Me sonríe. Ay, qué cosa.

Del baño bajo a la sala y me encuentro a mi tía acomodando papeles en un escritorio.
-¿Todo bien, m’hijito?
-Sí, tía.
-¿Ya viste dónde está la cocina, el baño?
-Sí, tía; ya vi.
-Muy bien, muchachito.
-Aquí le dejo sus cigarritos, tía.- y me enciendo un Raleigh.

martes, 16 de junio de 2009

Corazón roto.

Para Lucía.

Te cuesta trabajo, pero logras que se quede lo suficientemente quieto como para clavarle el cuchillo e irle abriendo el vientre. Lo ves retorcerse calladito, y dejas que la sangre gotee por el filo de la mesa. No parpadeas, no respiras; nomás extiendes tus manos y le rompes el cuello. Le acaricias un rato la nariz, así, con las manos empapadas. Después le empiezas a sacar las vísceras. Él te quería y tú lo sabes. Si no, ¿por qué más te lo habría regalado?

Él te quería, tú lo sabes. Él te llevaba al parque, tomaba tu mano, (y tú que creías que ese tipo de cursilerías ya no se hacían) y te hablaba por horas. Él te quería. Él conoció a tu padre, te acompañó a la tumba de tu madre, armó un negocio con tu tío Robe, saludó a tus tías, abrazó a tus hermanos, lloró contigo cuando te sentías desolada, te llevó por primera vez a ver el mar, te inventó cuentos cuando subían a la azotea, te esperó cinco horas bajo la lluvia, te garabateó un mensaje de amor con un plumón negro en la puerta de la cochera, te pidió permiso para coquetearte, pintó la puerta de tu cochera, te presentó a su madre, te presentó su gata, te hizo amiga de sus amigos, te escuchó llorar por teléfono, te lloró por teléfono, te regaló claveles y hojas de sauce, te compró discos, te hizo un paquete con sus libros favoritos, te regaló un conejo, te dijo que ya no quería andar contigo. Te regaló un conejo.

Dedos de pianista.

Llegaban cada tres días en un sobre; así, envueltitos en algodón.

Dulía enamorada.

Quisiera ser santo para ver mi imagen en las iglesias.

Quisiera ser santo, y quisiera que me llamaran San Humbertolaquio de la Berenjena.

Quisiera ser santo y ser patrón de las quesadillas.

Quisiera ser santo y ordenar que todos los días le cambien los calcetines a mi estatua.

Quisiera ser santo y que en los 29 de febrero me dejen descalzo para evitarme el pie de atleta.

Quisiera ser santo y lograr que mi estatua lleve siempre una bufanda.

Quisiera ser santo y que la canción que canten para mí mis feligreses sea la de Y nos dieron las diez.

Quisiera ser santo, y que tú fueras santa, y que tu estatua estuviera frente a la mía.

Quisiera ser santo y que la gente me dejara queso, y condones, y tortillas de harina.

Quisiera ser santo y que tú fueras Santa Licha, Santa Lichita del niño Don Chuy.

Quisiera ser santo y que la gente venda páginas de libros, que nunca tuve, como reliquias.

Quisiera ser santo y que tú seas patrona de las manzanas de caramelo y de la prensa rosa.

Quisiera ser santo y que quien sea que te venere deje a tus pies monedas de plata.

Quisiera ser santo y que por las noches despiertes y toques mi estatua como quien toca una puerta.

Quisiera ser santo para despertarme y salir a cenar contigo.

Quisiera ser santo para que salgamos a vivir de mis condones y de tus ahorritos.

Suspiros.

Y, por las madrugadas,
suspiro pensando en tu mano sobre mis labios
y me pregunto si, a lo lejos,
sientes entre los dedos
el suspiro de tu nombre.

En el pasto.

Llevo tres horas tirado en el pasto; y como papá nunca estaba, solía dejarme con el abuelo. Mi abuelo era el que iba por mí al kínder, por ejemplo; y suya era la comida que comía; y era en su trabajo donde yo pasaba las tardes, y su casa en la que dormía. Mi abuelo era peluquero, y siempre le preguntaba cómo es que, siendo peluquero, era calvo. “No hagas preguntas tontas” me decía; pero ahora que lo pienso, nunca respondió mi pregunta.

Llevo tres horas tirado en el pasto, y me duele la espalda del frío. “La tierra es fría” decía mi abuelo “pero ahí es donde tenemos que acabar para ahogar los calores de la vida”. Mi madre se fue cuando yo tenía tres años, y decidió dejarme con papá, quien pasó a dejarme con mi abuelo. Papá casi nunca dormía en casa, y a decir verdad nunca supe dónde pasaba la noche. Algunos días libres pasaba a la casa y me llevaba al parque. O, más bien, lo llevaba yo a él y le mostraba mis lugares favoritos. Pero papá se cansaba rápido, y, cuando terminaba por aburrirse, me regresaba a la peluquería de mi abuelo. Papá leía el periódico, me acuerdo, y veía pasar a las muchachas sentado en una banca del parque. Si le preguntaba a dónde se había ido mi mamá, me decía “lejos” y volteaba a ver a otra parte. “Vive en un observatorio y estudia las estrellas” me dijo una noche mi abuelo “Se pasa todas las noches viéndolas. Lo mismo hizo tu abuela, ¿sabes? Las mujeres en esta familia se mueven como la corriente alterna.”

Llevo tres horas tirado en el pasto; y recuerdo aquella vez en que me caí por la cisterna del parque. Había brincado desde una rama buscando no caer en las raíces, pero la lámina de metal en vez de hacer plank, como siempre, tronó y dejó que me tragaran dos metros de tierra y agua. Cuando me sacaron los bomberos, mi abuelo, llorando, me abofeteó y me estrujó diciéndome “Rodolfito, Rodolfito” como nunca me decía.

Llevo tres horas tirado en el pasto; y de chico barría el cabello del piso mientras mi abuelo me daba cátedra de cómo se le debía cortar el pelo a un caballero. Desde los nueve años me enseñó a usar las tijeras, y me dejaba practicar con cuantas cabezas de maniquí me encontraba en el ático; y ya cuando pasé de los diez, hubo quien se animó a permitirme meterle tijera. “Ya manejas un oficio; y siempre que necesites un pan puedes darle uso” pero que siguiera estudiando, solía decirme, “Porque ni ladrones, ni boxeadores, ni policías quiero en mi familia… ¡ni peluqueros! ¿Quieres terminar como yo?”. Y yo sí quería.

Llevo tres horas tirado en el pasto; y cuando le empezó la tos, decía que era por los sucios que le dejaban flotando la caspa en la barbería. Pero fumaba mucho; sobre todo cuando nos tirábamos en las butacas de cuero rojo para ver el fútbol con el cliente de turno. Había quienes programaban sus cortes para que coincidieran con el partido de su equipo favorito. No había como verlo gritar tijeras en mano. Pero la tos le llegaba pronto. “Seca... y de perro sarnoso” como él la llamaba. Había días en que se tiraba al suelo y arqueaba la espalda dando puñetazos al suelo por el dolor. Luego quedaba rojo y rendido, cubierto de sudor y de saliva.

Y ahora me dicen que me tengo que ir, que ya están cerrando el panteón.

Yo ya llevo tres horas tirado en el pasto de mi abuelo.

Tchk.

Había sillones color beige bastante deshilachados y una infinidad de manchas en la alfombra; y latas de tecate tiradas por el piso, ceniceros desbordados de colillas, mesas tapizadas de ceniza, y un olor a moho con comezón y polvo. Yo no los conocía más que de vista, y no tengo idea de por qué me habían invitado. Pero ahí estaba, y ellos hacían una parejita tétrica; ella toda vestida de negro, gorda, blanca, con un septum enorme y sin cejas. ¿Por qué no tendría cejas? El tipo en cambio era alto, moreno, con una cola de caballo, ojos saltones y una chamarra de cuero con estoperoles. Y no me hablaban. Él hacía otro churro mientras ella se pintaba las uñas y olía la acetona. Mientras, yo me hundía en el sillón y me dejaba ir en el viaje. No le había avisado a nadie que me fui con ellos Andaba demasiado drogado cuando la muchacha me dijo “¿quieres venir con nosotros?” mientras me llevaba de la mano a su carro. Nunca había hablado con ella, pero la conocía de vista de cuando la secundaria.

Yo pensaba que él se había empezado a masturbar porque agitaba demasiado la mano. Pero no se masturbaba, nomás le daba vueltas al barril del revólver. Las fue contando “una, dos, tres, cuatro, cinco” al tiempo que acomodaba, frente a mí, y en la mesa, las balas que iban a quedar afuera. Puso el cañón en su sien y jaló el gatillo. Tchk. Se lo pasó a la muchacha con la mayor naturalidad del mundo. Ella dudó un momento, pero la pistola hizo Tchk. Luego llegó a mí. Me sorprendí por la calma que tenía. Lo juro, mientras el cañón pasaba por entre mis dientes y hasta mi lengua (no sé por qué preferí la boca) yo no dejaba de pensar “¿por qué carajos no te tiembla la mano?” Y ni siquiera lo pensé dos veces; nomás pulsé el gatillo.

Tchk, y las enormes ganas de vomitar.

Lo aventé como si le hubieran pasado corriente, y al aventarlo la culata del revólver pegó en la orilla de la mesa, dio una pirueta y cayó a medio metro de donde estábamos. Yo nomás lo veía e hiperventilaba; mientras los otros tan callados, tan tranquilos. Con la sangre más fría del mundo el tipo se levantó, dio dos pasos, se agachó, tomó la pistola, regresó y me la puso en la mano. “Ahora va de reversa”. Y mi voz en un hilo, No, no mames, no…; y él, No sea marica; No, vas tú, ¡vas tú!; Pinche bato maricón, wey. Y sí, habrá sido muy maricón, pero el cañón ya apuntaba a su sien, Fue girando lentamente su muñeca de tal forma que yo pudiese ver sus uñas gruesas, sus uñas chatas, sus uñas sucias, sus uñas toscas. Y luego Tchk.

A ella sí le temblaban las manos, y lo sudado de sus dedos gorditos dejaba que resbalara un poco la pistola. Aún así, ella la acomodó bajo su barbilla, recargó el índice en el gatillo y dejó el meñique levantado. Y ella lo veía a él, a su novio, con ojos nerviosos. Pero él se había puesto a hacer otro churro y no la miraba. Y en lo que me tripeaba viendo cómo sus dedos acomodaban la marihuana en el papel arroz, escuché el quinto Tchk.

Ésta vez sí temblaba, sudaba frío y sentía cómo se me dilataba el esfínter. Estoy a punto de cagarme, pensé mientras veía como ella y él no dejaban de verme la boca. Y bajé los ojos para ver, para enfrentarme al revólver que estaba en mis rodillas. Y lo tomé, y sentí su peso en mi mano, luego el sabor a metal en la boca, y luego amartillé. Y cerré los ojos.

Entonces, sonó el celular, y ella no hizo nada por responderlo. Dejé caer la pistola, me levanté, y trastabillé hasta la puerta. Ya estrujaba la manija en los dedos cuando escuché el "¡Hey!" y sentí lo frío del cañón en la nuca. Y luego el Tchk y la carcajada.

Un paréntesis.

Eres (y por "eres" me refiero a ti (y, por "ti", me refiero a tu persona (y, por "tu persona", me refiero a tu ente moral ( y, por qué no, también a tu ente físico (y, por "ente físico", me refiero concretamente a tus caderas (y, por "tus caderas", me refiero al mundo entero (y el mundo entero que son tus caderas, para mí son la onda) que es la onda) que son la onda) que es la onda) que es la onda) que es la onda) que eres la onda) la onda.

La onda, definitivamente... por lo menos para mí, (y, por "mí", me refiero a mi persona (y, por "mi persona", me refiero a mi ente moral (y, por qué no, también a mi ente físico (y ya me deprimí) que me deprime) que me deprime) que me deprime) que, de cuando en cuando, me deprimo.

Los Estados Generales.

Jean de la Vermelle llegó media hora tarde a la asamblea. Como representante de los notarios que era, se sobreentendía que su lugar pertenecía en un punto intermedio de la segunda fila, pero su asiento ya había sido ocupado por el representante de los sastres, Paul Vignale, quien, obviamente, había aprovechado su tardanza. La cámara, demasiado obscura a pesar de sus enormes ventanales, quedó en silencio mientras los miembros de la asamblea observaban como De la Vermelle buscaba, ansiosamente, un asiento vacío. Mientras tanto, Abélard Chifflet, el representante de los médicos, se decidió a continuar el discurso que había interrumpido durante la abrupta entrada del notario. Éste último, que ya había divisado un espacio vacío, se acomodó bien la peluca que tanto le había costado conseguir después de que, a último momento, descubrió que había perdido su favorita en algún momento del viaje. Por suerte, un amable pero lento vendedor se pelucas pudo conseguirle una para el inicio de las asambleas; por eso Jean De la Vermelle había llegado tarde a la cita y perdido su sito.
El joven notario tuvo que tolerar las miradas de reproche que le echaron los herreros, cerrajeros, panaderos, y demás representantes de los oficios menores mientras, para darle paso, apretaban las pantorrillas contra las sillas. Enventualmente, Jean de la Vermelle llegó por fin al extremo izquierdo de la última fila, donde el único asiento disponible quedaba entre Luc Raunald, el apestoso e indeseable representante de los curtidores, y Gaston Beamut, el todavía más despreciable líder de los verdugos.


Con la nariz fruncida, la mirada fija en el orador, y las palmas de las manos fijas en sus muslos, De la Vermelle se sentó entre los repoussantes, los más asquerosos de los burgueses. Jean de la Vermelle sabía que sería el leproso de la noche, que el doctor Chifflet, Jacques Dómine, el arquitecto y Guy de Pardaillan, el abogado, no se dignarían a hablar con quien había pasado la mañana entera entre quienes practicaban los oficios más desagradables. Para acabarla de acabar, Gaston Beamut decidió escupir una flema que fue a parar en la, recién lustrada, bota negra del funcionario. Si éste no dio un suspiro de desesperación, fue únicamente para ahorrarse el increíble tufo que desprendían los dos hombronazos que tenía a lado. De hecho, Jean de la Vermelle se las tenía que ingeniar para dosificar sus respiros al mínimo sin saber que, dentro de unos segundos, entraría por la misma puerta que él había abierto media hora tarde, la persona que lo rescataría y lo permitiría volver a respirar a bocanadas.

Sin hacer el mayor ruido, unas manos con guantes blancos abrieron la puerta de la sala, y esas mismas manos se aferraron a una cuerda invisible mientras su dueño tiraba y avanzaba con visible esfuerzo. Había llegado Claude Candau, el representante del oficio más odiado del país galo. Con gran enojo resonaron los gritos del doctor y del obrero, del albañil y el carnicero, del abogado, del dentista, del barbero, del ebanista, del mercader y el cerrajero. Y se armaron el barullo y la de Dios es Cristo, y volaron papeles, fil de putain's y maldiciones. Y antes de que alguien pudiera decir "esta boca es mía", los asambleístas salieron corriendo de la sala, dejando a Claude Candau buscando la forma de salir de una caja invisible.


Y ya, lejos de Candau, del curtidor y del verdugo, Jean de la Vermelle tomaba un vaso de vino mientras exclamaba, junto con Dómine y Pardaillan, "Putos mimos".

Vapor de baño.

Oye amor.
Mande, gorda.
¿Quieres un gorrito?
¿Gorrito? ¿Gorrito de qué?
De baño, güey.
Ah. ¿Pus como pa' qué?
Pues para que no se te moje el pelo.
¿Pues entonces qué me voy a lavar?
¿El cuerpo, no?
Ah, no. Nunca me lavo el cuerpo.
¿Entonces qué haces cuando te bañas?
Me lavo el pelo y espero que el shampoo que se me resbala haga que huela bonito.
No mames, eres un pinche cerdo.
Oh pues... ajá.
¿Qué? ¿Qué ibas a decir?
No, nada.
Anda, dime.
No, es demasiado vulgar.
Ya dime o me enojo.
Es que si te digo también te vas a enojar.
Me enojo más si no me dices.
No...
Ya. ¿Me vas a decir?
¡Oh! ¡Que me da pena!
Pues no se apene. Ya dime, Gabrielito.
Está bien, esta bien. Pero no te me vayas a alzar, eh.
Va. Viene.
Iba a decir que "seré cerdo, pero de este chorizo comes"

Humberto Peña.

La mañana del domingo 21 de Diciembre, Humberto Peña decidió escribir un cuento donde se refiriera a si mismo en tercera persona. Siempre, desde chico, había apreciado a los autores que podían, sabían y hacían eso. Esa especie de confesión con un deje de como quien no quiere la cosa, llevó a Humberto Peña a decidirse a hablar de Humberto Peña.

Y ya estaba Humberto Peña comenzando a escribir de aquella ocasión en que Humberto Peña soñaba que era entrevistado por Charlie Rose -donde, por cierto, hablaba con un excelente acento británico- cuando, de repente, cayó en cuenta de lo ridículo que se sentía hablando de sí mismo en tercera persona. No podía ser así. Humberto Peña se tomaba demasiado en serio como para escribir de sí mismo en tercera persona, como para mostrarse sin los velos de la ficción, o como para exponerse a su desnutrida audiencia de lectores fijos como el ser inseguro, acomplejado, sensible y, sobre todo, real que era. Porque, hay que aclarar que Humberto Peña todavía guardaba la ilusión de que algunos de sus asiduos lectores creyera sinceramente que Humberto Peña era un ser inexistente, una fantasía si se quiere, una especie de duende del internet que de cuando en cuando publicaba cuentos, subía vídeos y despotricaba contra el mundo desde la comodidad de su blog. Pero no, Humberto Peña existía. Orinaba, fumaba, comía, tenía traumas de la infancia, tomaba con sus amigos, rompía cosas, se mojaba en la lluvia; cosas así que lo hacían sentir vivo. Pero una de las constantes de su vida (psicológicas, me refiero; por que el latido de su corazón, la actividad de la respiración y el continuo trajinar estomacal responden más a la rutina biológica que a la noción de estar vivo) había sido siempre el miedo al ridículo. El no hacer gestos demasiado bruscos, demasiado obvios, el no sonreir demasiado, el no hablar nunca mucho, ni muy fuerte, ni muy comprensible, ni gritar nunca, ni demostrar cuando tiene frío, o miedo, o ganas de ser abrazado, el no escribir nunca algo que no fuera lo suficiente serio, clásico, modulado, el negarse a arriesgar demasiado; todo por miedo al ridículo. Y después de darse un tiempo para pensarlo, la tarde del 22 de Diciembre, Humberto Peña decidió no escribir sobre Humberto Peña.

Con prisas.

Primero él dice "Tú me gustas", después ella va con un "Tú me gustas también". Y se besan.
Y el bar empieza a cerrar, y todas sus amigas, las de ella, se les quedan viendo, y el borracho del karaoke, y la copa de brandy barato, y luego él que va diciendo No traje carro, y después Entonces quédate conmigo, En serio, Si no quieres no tienes por qué hacerlo, Si quiero, pero apenas me conoces, No querrás decir Apenas te conozco, No, no quiero decir eso, Entonces, Entonces sí, me voy contigo. Luego el carro, el silencio cómplice mientras pasan a dejar a la amiga borracha, algún beso entre semáforos, evitar decirlo todo en una mirada, que la puerta de casa de ella se abra en un beso, que la mano de él suba su falda, que la sonrisa cuando le muerde los labios, que No te convengo, querida, que ella quede sobre la mesa, que él le muerda el hombro, que Soy un desastre, en serio, soy flojo, soy terco, soy necio; que las manos de él la aprieten, que las piernas de ella lo abracen, que él siga con Soy aburrido, lo juro, me desespero mucho, no me gustan los niños, los perros, las suegras; que ella se quite la blusa, que le muerda las orejas mientras él Soy depresivo, melancólico, infiel, introvertido, de mal genio, resentido, soy irónico, sarcástico, y que ella lo bese y se baje las bragas, y que le baje con los pies los pantalones, que las manos de él se aferren a la espalda, a los muslos de ella, que Soy paranoico, soy inconstante, soy irresponsable, me aterra el compromiso; que ella se lo agarre, que le busque la boca, que con los dientes abra el paquetito con el condón, que él le pase la mano por la nuca, que le apriete los botones, las notas exactas, que Demasiado impredecible, que tengo insomnio y doy patadas, que, como te darás cuenta, soy un egocéntrico de primera; que el condón se desenrolle, que En serio no te convengo, ¿segura que quieres meterte en esto? o, permíteme ser vulgar: ¿segura que quieres que te meta esto? y que ella grite.

Al final de uno mismo III

E intentar abrir la puerta, van dos, van tres, van cuatro veces en que la llave no entra, en que el barniz se raya porque la mano tiembla mucho, demasiado, y entrar, por fin, de golpe, dando un suspiro rápido, brusco, innecesario, mientras el abrigo cae de los hombros a la alfombra, y las rodillas que van directo al piso, y que las manos en la cara, y que las lágrimas en la cara, y que las uñas en la cara, y el puto pie que no deja de temblar, y la pataleta tremenda, y los gritos ahogados, y el arrastrarse al sillón, y el encajar la cara en un cojín viejo, sucio, mancharlo de lágrimas, y de sangre, y de flemas, y volver a estar de rodillas, las rodillas ardiendo, raspadas, que gatean hasta que las manos dan con la tierna porcelana del excusado donde se vomitan rojos, y negros, y púrpuras, mientras las manos se vuelven garras y se aferran más y más a la taza, al tanque, al revistero.

Y levantarse al fin con las piernas temblando, y asomarse al espejo sin lograr encontrarse en el reflejo, y de repente estar consciente de por fin haber llegado, y sin esperarlo, claro, al final de uno mismo.

Caín.

Dios: Caín.
Caín: Sí, dígame.
Dios: ¿Has visto a tu hermano Abel?
Caín: [De inmediato se pone frente a los pies de Abel intentando cubrirlo] Ehhh... pues, ejem, no, pues... no, a decir verdad, no lo he visto.
Dios: ¿Estás seguro? Me pareció haberlo visto salir contigo esta mañana.
Caín: Ammmm... no, que yo me acuerde, no.
Dios: Sí, los vi salir juntos. Le ibas hablando de un lugar interesante en el bosque.
Caín: ¡Oh! Sí, eso... ehh... este...
Dios: ¿Ajá...?
Caín: No era Abel...Era Pedro, el mapache.
Dios: ¿El mapache? Yo no recuerdo haber creado a ningún mapache llamado Pedro...
Caín: Sí bueno, Dios, ya ves como son estos mapaches... apenas uno voltea los ojos y ya están dándole... Tú sabes...
Dios: Eso sí...
[Silencio incómodo; Caín intenta salir de escena disimuladamente con pasos cortos. Deja a la vista los pies de Abel]
Dios: ¡Caín! ¿¡Qué es eso!?
Caín: ¿Qué es qué?
Dios: ¡Eso! Eso que está tirado a tus pies.
Caín: Ammm... ¿una piedra?
Dios: No... creo... ¡creo que es Abel!
Caín: ¿Te parece? Yo digo que parece más una piedra.
Dios: ¡Te digo que es Abel!
Caín: ¿Seguro que no es una piedra?. Digo, a fin de cuentas, yo no soy el que confunde a mi hermano con un mapache...
Dios: ¡Abel! ¡Abel! ¿Eres tú? ¿Estás bien?
Caín: A ver, déjame ver... [mueve el cuerpo de Abel] Pues... no se mueve ni nada.
Dios: ¡Está muerto!
Caín: O -como decía antes- es una piedra.
Dios: No, no puede ser una roca. Las piedras no sangran, y siento sangre sobre la tierra.
Caín: Igual y fue el mapache. Debiste ver el madrazo que se metió hace rato...
Dios: ¡Es sangre humana!
Caín: [como si no lo escuchara] ...iba caminando, no vió la raíz y ¡paz!... de hocico al suelo.
Dios: Cónvéncete, Caín, de que tu hermano es el que está en el suelo, que la sangre que fluye es suya, y que ha muerto.
[Caín se queda callado unos momentos con la mano en la barbilla]
Caín: Igual y tampoco vio la raíz....
[De repente, los árboles se mueven y dejan al descubierto la quijada de burro]
Dios: ¡Caín! ¿Qué es eso junto a su cuerpo?
Caín: Ehhh... ¿Otra piedra?
Dios: No... es... es una quijada de burro... ¡Y mira! está manchada de sangre.
[Caín la levanta y la sostiene; la empieza a admirar desde varios ángulos]
Caín: No es de burro, es muy chica para ser de burro. Yo digo que es de caballo...
Dios: A mí me parece que es de burro.
Caín: A lo mucho, te diría que es de mula, pero de burro no creo que sea.
Dios: Coño, Caín; ¡yo soy el que los he creado! Créeme que sé diferenciarlos
Caín: No me tienes que hablar así...
Dios: Oh, lo siento.
Caín: Digo, como hace tanto tiempo que no bajas... pensé que igual y ya no los recordabas.
Dios: ¡No es cierto! Bajé el otro día...
Caín: Sí, digo, a crear manatíes... y a saludar a Abel, claro. Siempre saludando a Abel; pero a Caín ni un hola, ¿verdad? Abel se pierde tantito y ahí andas buscándolo desde Nod hasta el Edén; y si el pinche Caín se rompe una costilla, no ve ni tus luces. Sabes, Dios; ya no eres como antes... has cambiado.
Dios:No he cambiado... sigo siendo el mismo que conociste...
Caín: ¡No es cierto! ¡Te la pasas en tu nube!
Dios: Bueno, sea de lo que sea... el punto es que Abel ha muerto.
Caín: ¡No me intentes cambiar el tema!
Dios: ¿Qué no ves, Caín? ¡La quijada de burro es el arma homicida! ¡Abel ha sido asesinado!
Caín: Errr...
Diós: [Vociferando] ¿Quién es el culpable? ¿Quién es el que ha asesinado a mi hijo más amado?
Caín: [Por lo bajo] Uy sí, el más amado...
Dios: Dime Caín, ¿quién?
Caín: Pues... a mí me cae que fue Eva...
Dios: ¿Eva?
Caín: Errr.. sí, digo... tiene antecedentes, ¿no?

Sostenida discusión con el diapasón.

Lo que pasa es que hace meses me desvelaban las melodías que me aturdían. Y recuerdo que desde que me iba a la cama lo sentía. Lo presentía al insomnio y a la danza de notas en mi cabeza. Es como algo, algo... tú sabes. Sé que lo has sentido, y que también te jode el sueño. Y que cuando estás a punto de conciliarlo, y estás convencido de haberte exorcisado la melodía del kókoro y crees que por fin dormirás bien, aparecen de nuevo los compases sonando fuerte. Tan fuerte, que jurarías que el estéreo está encendido y que la música no viene de tu cabeza. Y es casi compulsivo, ¿sabes?

Así que una noche, por fin, no aguante más y me levanté de la cama dejando a mi mujercita sola por ir a tomar el violín y a encerrarme en el estudio. Y me puse a tocar, o a intentar tocar lo que traía en la cabeza. Y era bueno, créeme, pero no era excelente. Y a la vez era malo porque no era lo que traía en la cabeza, porque lo que traía en la cabeza era diez, quince, veinte, treinta veces mejor. Y sin embargo no salía, no conseguía arrancarle al violín la perfección que me sacaba la lengua en mi cabeza. E intentaba anotarlo, pero no podía ¿sabes? Estoy convencido que a ti, que a los escritores les pasa lo mismo; que a ustedes también la obra se les va formando a la cabeza, tan perfecta y tan de prisa que no puedes escribirla, ni tocarla, ni expresarla por más rápido que talles, digites o mecanografíes. Y te aseguro, carajo, que era mi obra cumbre. Era de una genialidad indiscutible, pero no se reflejaba en las cuerdas, ni en las notas del pentagrama. Porque lo que no sabes, es que me agarré un pentagrama y empecé, según yo, a anotarlo. Y si anotaba, por decir mi-do-la y la ligadura terminaba el acorde ese y ponía otra ligadura que me llevaba a sol y continuaba con arco arriba en acorde si y sol y del sol ligadura a fa natural y... bueno, yo sé que de esto no entiendes; pero después de anotarlo me daba cuenta que no, que no carajo, que no era la cosa bella que se me movía en la cabeza, que resonaba en mi cabeza.

Y dejaba de escribir y volvía a darle al violín, ya sabes, trán-trán-trún-trán, con todas las ganas, con toda la fuerza del arco, sin darme cuenta, claro, que todos en la casa estaban dormidos. Y de repente empezó a estar bien. Empezó el rapport entre mis dedos y la melodía de mi cabeza... hasta que entró mi mujer a preguntar qué hacía tocando a esas horas. Pero carajo ¡por fin iba llegando! ¡por fin me iba acercando! Por fin, por fin lo que iba tocando empezaba a cobrar sentido, empezaba a emparejarse con lo que traía en la cabeza. Y ella llega y me interrumpe, y me saca del tiempo. Y yo, no sé si sin quererlo o sin pensarlo, le aventé el bote de resina.

Aquí, mira, aquí en medio de la frente le fui a dar. Y ella sólo cayó al piso y yo cerré la puerta. Y seguí tocando, ¿sabes? No lo pensé ni un segundo, seguí tocando toda la noche sin volver a acercarme a eso, a la obra maestra que desfilaba entre mi cabeza.

Eventualmente amaneció, y yo rompí en mil partes esos esbozos, esas mierdas de partituras. Y el violín, bueno, el violín fue a hacerse pedazos contra la banqueta frente a mi ventana. Me serené tantito y salí del cuarto para dar con que mi mujer seguía ahí tirada. Sin pulso. Muerta.

Por eso estoy aquí, por eso tengo un número que todavía no me he aprendido. Así que dime, escribano ¿Mi historia se merece un cuento, o una novela?

Los viudos de Mario Benedetti.

No pasaban de quince, y no hacía tanto frío. Se agolpaban -dirían los viejos- frente a la puerta, esperando el momento en que Serrat saliera. Yo estaba algo más lejos; quizá a la izquierda de un roble, esperando en silencio.
Sale Serrat: flashes, abrazos, doñas dándole besos, la plumita y el disco, la plumita y el póster, la plumita y el libro.
Es amable, pero está cansado y se nota que no quiere estar ahí. En tres minutos deja de firmar cosas y de posar con gente. Avanza, y avanza a donde yo estoy.
Me le lanzo, y me aferro a él. Lo abrazo casi de golpe sacándole un poco el aire con mi cabeza hundida en su pecho. Y de la nada, sin poder contenerlo, empiezo a llorar en su solapa.
"Se murió Mario" le decía. "Se murió Mario" una y otra vez.
Y Serrat me toma de los hombros y me dice "¿Cuál Mario, tío? ¿De qué Mario me estás hablando?" y le digo yo "De Benedetti, carajo, se murió Benedetti"
Y Serrat se pone como si le hubiera dado un tiro. Se lleva la mano al pecho volteando a todos lados. Buscando con la otra mano un lugar dónde apoyarse, da con el roble, se recarga en él, y se deja caer al piso. Llorando sin sollozos.
En cambio, yo ya tengo hipo, y sendos lagrimones me dejan la bufanda como sopa.
Serrat y yo lloramos juntos, rodeados por las quince personas que en silencio nos veían -a mí de pie, a él sentado- lagrimear. do.
Eventualmente dejo, dejamos de llorar. Sólo entonces me quito los lentes empañados, y me tallo los ojos con los puños cerrados. Serrat también se talla, pero él con las palmas abiertas.

Cuando a la mañana siguiente le digo a mamá que tuve un sueño raro, y ella pregunta "¿Qué soñaste?" yo le contesto que soñé un cuento de Benedetti.

Además

Adrián llega antes de tiempo a la cita. Demasiado antes, se dice. Toma asiento y pide un café. No, mejor pide una coca-cola. Siempre se siente extraño cuando pide café. Como si lo fueran a regañar por pedirlo. O como si no perteneciera al club de los adultos y el traje le sentara grande. Qué va, al fin y al cabo tengo treinta y cuatro años, creo que si a estas alturas no puedo pedir lo que quiero; se va diciendo mientras llama al mesero para pedirle que le cambie su coca por un café.

El mesero lo regaña porque ya pasó la orden y ahora tendrá que cancelarla y seguramente ya estará lista y mire señor, ya está allá en la barra y cuando alguien cancela algo lo tengo que pagar yo de mi cartera, y en estos tiempos ya no se puede señor, no sea así. Y Adrián le dice que perdón, perdón, si quiere mejor me trae el café además de la coca-cola. El mesero se va y dos minutos después, Adrian, ante su taza y su coca cola, se pregunta por qué nunca puede pedir un café sin ser regañado.

Azotando la puerta.

«¡Ya cállese!» gritó y salió azotando la puerta del salón de clases donde segundos antes el profesor hablaba de mitocondrias hasta que desde el fondo del salón le gritaron que se callara porque el alumno que después saldría azotando la puerta no se podía concentrar en el cuento que iba escribiendo y que empezaba con un "¡Ya cállese!" seguido de un tachón.

Erótica en reversa.

Apago el cigarro que encendí con la mano izquierda mientras mi otra mano queda atada a tu seno después de haber caído del vórtice final del placer que se fue desenvolviendo entre tu último aullido y mis más serios vaivenes y tus uñas rasgando mi espalda y mi cuerpo entrando en el tuyo y tus dientes en mi pecho y mis labios húmedos después de salir de entre tus piernas.

Tu ropa cayó y yo mordí después de lamer/ después de besar/ después de acariciar tu ombligo en el momento en que completamente vestidos caemos en la cama sin escuchar los gritos de disgusto del vecino cuando lo atropellamos en nuestra carrera por las escaleras a la hora de volver del café donde presumíamos a tu amiga Lorena el que somos capaces de hacer el amor al derecho y al revés, e inclusive de reversa.

Crónica con Omar Pimienta como personaje.

Pequeñísimos clones de Omar cayeron sobre el pollo, sobre el plato, sobre la mesa. Muchos quedaron atrapados en la salsa y terminaban directo en bocas ajenas. El resto corría intentando escapar, entre copas y cuchillos, de la mano fatal que se cernía sobre ellos. Muchos Omares caían del mantel. Otros tantos se escondían en las servilletas, o debajo del borde de los platos. Otros eran lo que eran: Pimienta.

Kansas (featuring Woody Allen).

Es que todo esto es un malentendido. Yo realmente nunca quise hacerlo. Digo, sí. Bueno. Sí, sí, yo sé que haber hecho... ajam, eso, 32 veces es "muchas veces para no querer hacerlo". ¡Pero es que ustedes no entienden el contexto!. Yo nunca quise hacerle eso a esas vacas. Verán, en realidad, lo que yo quería era- No, bueno, sí. Es que no entienden, ¡no entienden!. Yo sólo... ¡Es que no es algo tan grave, caray! Maté unas cuantas vacas y ya. Y no es como que eran personas o algo así. Eran vacas nada más. Además, no era mi intención, en realidad lo que quería- Si, sí estoy consciente de que las vacas no eran mías. ¡Cómo si no supiera que eran de Mr. Lockwood! Pero... es que ustedes no entienden...

Miren, vean, yo lo que hacía era llegar al rancho con mi disfraz de vaca. Me escurría entre la vacas y fingía que era amigo de ellas. ¡Cuantas veces no nos encontrábamos masque que masque hierba codo con codo!. Eventualmente, cuando el baboso de Timmy nos metía al establo, yo comenzaba con mi modelus dandi's... modelus dandi's... ¿así se dice no? ¡ah! modus operandis. ¿Cómo iba a saber yo?, Pero en fin. Agarraba y me quitaba el disfraz, me acercaba a alguna vaca dormida y la comenzaba a asfixiar. Sí, así lo hacía. Pero, ¡vamos! ¡que las vacas no sufrían nada! Estaban dormiditas y ya nomás no, no despertaban. Pero lo que yo quiero que ustedes entiendan es que no era mi culpa... Bueno, sí era mi culpa, pero nunca fue mi intención hacerles daño. Y en realidad no les hacía. Nomás se dormían y ¡caput! quedaban muertas. Pero es que en realidad, lo que yo quería era matar-

¿Que cómo me atraparon? ¿Qué no ya saben? Imagino que ya todos saben. ¡Ah! Para la declaración. Está bien, ta bien. Pues, es un tanto vergonzoso de hecho. Un día me quedé dormido antes de matar a Clara. Clara, la vaca. ¡sí, también tienen nombres!. Ah, si; bueno. Pues me quedé dormido sin querer, y el babosito de Timmy intentó ordeñarme por la mañana. ¡No tienen idea de cómo duele eso! ¡Es una crueldad para los animales!... Ajam, si, ajam... ¡Pero yo no las lastimaba! Nomás se dormían y ya... no les arrancaba la piel con la cosa esa...

Pero... es que ustedes no entienden. Yo nunca quise matar vacas. Mi sueño era distinto, pero me tuve que conformar con lo de las vacas; porque, díganme ustedes, ¿cuándo han visto vagar hipopótamos en Kansas?

El mármol

Estaba muy nervioso: era mi primera vez. Esperé un buen rato mientras masajeaba, a través del bolsillo, mi pistola. Cuando se desocupó, me acerqué temblando a ella. ¡Qué labios! casi no podía creer lo que iba a hacerle. Me pidió mi nombre y me dijo "¿Cuánto?". Le di uno falso e inventé una cifra. Mientras se agachaba, saqué discretamente mi arma. ¡Cómo me temblaba la mano! Me parece que se la acerqué a la boca cuando no estaba viendo. No lo recuerdo muy bien. Casi pudo darle un lengüetazo, pero no lo hizo. Se me quedó viendo a los ojos y me dijo: "¿Es tu primera vez?". Creo que asentí durante el intercambio de dinero. Tartamudeaba. Nunca había hecho algo así. Fue una sensación deliciosa cuando hizo exactamente lo que le pedí; una conexión privada, única entre sus ojos y yo. Cuando acabó todo me sonrió y dijo que estuve muy bien para ser mi primera vez. Enfundé lo que había que enfundar y salí de ahí. Creo que hasta le dije gracias.

Me sorprendió el tiroteo mientras salía, caí empapado con mi propia sangre. La muy puta había llamado a los policías. El mármol del piso del Banco quedó manchado.

La mano.

Despierto por quinta vez del mismo sueño, con la mano en el pecho y el “no puede ser, no puede ser” en los labios, y las vueltas en la cama, y las manos se hacen puños, y este peso en la espalda, y los pies. Los pies buscando dónde la sábana está más fría, y los ojos cerrados bajo la almohada y el trago amargo de saliva. Luego, la cabeza entre los brazos y los brazos bajo la colcha, la colcha que no calienta, y este frío, y esta mano no es mía, y las patadas a las sábanas, y el pie atorado en la cobija, y yo en el suelo, y la mano, otra vez esa mano. Yo me arrastro por la alfombra, y mi mano toma la perilla. Después viene la loseta del pasillo, y este frío, carajo, y el jarrón roto, y tanta sangre, y mira la rodilla, y vuelve la mano, y suelto un golpe, y me jala, y me suelto, y me encierro en el baño, y pongo el seguro, y vomito en el piso, y abro el chorro agua fría. Tiemblo, y la garganta me está raspando, y tengo la nariz húmeda, y además oigo los pasos y los gritos, y yo doy vueltas. Y de pronto el silencio. Y el silencio. Y este silencio. Y la mano blanca en la ventana. Y yo corro las cortinas, y me encierro en la regadera, y respiro profundo, y abro el agua caliente, y me recargo contra la pared, y ya no hace frío . Las pastillas en la boca, y la cara de mi mujer encima de mi, y ella tiembla, y ella llora, y yo me duermo y sueño por sexta vez el mismo sueño.

Plática de frente.

¿Estás cómodo? Deberías; esa silla me costó un ojo de la cara. Sabes, me gusta esto de estar sentada frente a ti sabiendo que no puedes responderme... tu tono de voz me daba ganas de matarte. Tu simple presencia para serte sincera. Pero ahora no, ahora estoy muy cómoda aquí, arrumbada en el sillón sin hacer más que hablarte. Si vieras tus ojos en este momento, pareces a punto de llorar. Tengo la impresión de que me puedes escuchar, o que estás arrepentido de lo que me hiciste. Pero han de ser sólo suposiciones. ¿Lloras? Limpiaría tus lágrimas pero la verdad es que me da flojera levantarme. Además, tú solías hacer lo mismo conmigo; abandonarme en mi cuarto con lágrimas y moretones. Pero ahora tengo el gusto de verte llorar a ti... humillado. Te veo inmóvil y me satisface enormemente. ¡Carajo! Déjame ir por la puta cubeta. ¿Dónde la había dejado? Ah, aquí está.
Ten, deja caer tu vómito aquí. Procura no ahogarte, todavía no ha sido suficiente tiempo. Jejeje, es chistoso ver como vomita alguien sin moverse. ¿Ya fue todo? Deja limpiar este desastre. Tanto que me hiciste sufrir antes y mírame, limpiando tu vómito del piso. La vida da tantas vueltas ¿no? Bueno, la verdad es que ahora eres algo así como mi responsabilidad. Por lo menos la responsabilidad de mis actos. Pero no te preocupes, no me molesta desperdiciar parte de mi vida y mi juventud en ti, lo prometo. Es más, me satisface verte muerto en vida. Verte morir lenta y dolo- ¡Mierda! ¡Hijo de puta, me vomitaste toda! Voy por un trapo. Si vomitas, vomita en la pinche cubeta, no en mi. Pendejo. ¿Sabes que? Creo que vomitaste sobre mi a propósito, creo que me estuviste escuchando y que esperaste que estuviera cerca para hacerlo... bueno, serán suposiciones otra vez ¿no?. Deja te limpio la boca... ¿Qué fue eso? ¿Te moviste? Pero si el doctor dijo que no te volverías a mover... ¡No!, no lo hagas, no te muevas ¡No te muevas! ¡Te estoy diciendo que no te muevas! Yo- yo no quiero que te muevas... yo te quiero aquí, junto a mi... conmigo. Tú ya sabes que si un día te levantas de esta silla, o si ya no necesitas que te de en la boca las pastillas, tú sabes que si te levantas y me dejas te vuelvo a aventar por la colina. Por que mi vida de mártir, padre, mi vida de mártir no me la quitas.

Tres y media.

Cuando a Marcial le dijeron que se moría, salió del consultorio del doctor Reyes para encontrarse con un pueblo de las tres de la tarde completamente vivo y cotidiano, o sea, vivo e indiferente. Un pueblo que no tiene encima el fardo de una pena de muerte, ni de cincuenta años malgastados. Salir del consultorio y encontrarse de frente a la puta vida, mientras se va deshilando la que queda; salir mientras la llama se apaga, y no encontrar mechero, infierno, veladora que la encienda; salir a un pueblo de las tres y cinco dejando de ser un ciudadano corriente para entrar de golpe a la casta de los moribundos, aquellos indeseables. Aquellos que tienen sellado el porvenir del mal morir, aquellos que no tienen la condena latente, sino firmada, del destierro de la vida; aquellos pobres diablos que, como doña Beatriz, se sientan en la calle con su poca vida a esperar que la muerte no se los lleve en viendo el techo en la cama; o, que como Brunno, hijo de los Salazar, viven la muerte en vida: con el cerebro seco pero el corazón latiendo. En fin, de golpe ser parte de aquellos imbéciles que solo esperan... no, cuál esperan; aquellos que desean, ansían que les llegue sin tanta prórroga el último segundo.

Entrar vivo al consultorio y salir sentenciado a un pueblo de las tres y siete, hora en que sólo los turistas pasean por la plaza sin quiosco que está frente al consultorio, hora del sol despiadado y sin nubes, hora en que no hay nada abierto pues todos o casi todos salieron a su hora de comer, salir sin más esperanza que morir de repente, o no morir nunca, y no en dos a tres semanas. «¡Adiós, don Marcial!» dice el chico Bojórquez cuando pasa frente a él con su bicicleta. "Adiós" le dice el niño, y a Marcial le sabe amargo. Por lo bajo, lo manda a chingar a su madre. «Al fin y al cabo» se dice con los resabios del rencor «Si bien se piensa él también se está muriendo, o por lo menos sé que se va a morir algún día; y no razones que detengan a la muerte. Quién quita y a la vuelta de la esquina se cae y se rompe la cabeza con una piedra". Se dice al tiempo que se maldice por pensar tal barbaridad. Si no se persigna (cosa comprensible puesto que no es mal católico) es porque en algún rincón de su alma culpa a Dios por su mala memoria, lo culpa por haberlo olvidado, y cree justo que él también se pueda dar el lujo de olvidarlo. Es, a fin de cuentas, un hombre que al conocer su destino lo busca en los ojos de los demás, quizá como finta a su corta realidad o como expresión del odio recién estrenado hacia su futuro.

El pueblo de las tres con nueve con polvo pero sin viento, el pueblo de las tres y diez con sol y sin sosiego, el pueblo de las tres y once con el pueblo de las tres y doce comiendo, el pueblo de las tres y trece con un viejo agónico que atraviesa en diagonal la plaza, el pueblo de las tres y cuarto preparado a tachar a alguien más de la lista.

«¿Qué es la muerte?» se cuestiona ingenuo, como el que pregunta por el aspecto del presidente cuando está a dos pasos de darle la mano. «¿Qué es la muerte?» se repite pero no se contesta. No se atreve a hacerlo, niega la respuesta para negarse a sí mismo lo que ya sabe. La banca de la plaza sin quiosco del pueblo de las tres y veinte le da asiento a su cuerpo con preguntas; pero el árbol de la plaza sin quiosco del pueblo de las tres y veintiuno le da sombra viva a sus respuestas.
No eleva, ni se le ocurre elevar su pensamiento ni a su esposa ni a sus hijos, ni a sus padres fallecidos, ni a los amigos que se le fueron. Tampoco comenzó a lamentarse por sus posesiones materiales ni por la vida que había vivido. Reflexionó en cambio en su pasado tan pasado y, sobretodo, en su futuro tan seguro. Sus pensamientos no caen en los lugares comunes de los condenados, su corazón no pesa tanto como sus ansias de vida; su memoria no quiere aprovechar estos días para retroceder: su memoria, sencillamente, no quiere dejar de crecer.

La banca verde de la plaza con polvo y sin quiosco del pueblo de las tres y veinticinco lo ve levantarse, dejando, al momento en que se alza, toda su congoja, su auto-compasión, reemplazándolo a su vez, por el coraje, por la rabia. Dejando inundar su cuerpo por algo semejante al odio, da tres pasos y trastabilla; cierra los ojos y ve, a través de los párpados, un mundo de sombras teñidas de rojo. Le tiembla la barbilla al suspirar, le queda en la garganta un sabor a calor con polvo, a la tierra hervida de aquél pueblo de las tres y veintisiete.

Empieza a caminar y camina cada vez más rápido, corre: Se dirige al consultorio del doctor Reyes para gritarle a la cara su rencor. Este odio nuevo (un odio no creador, pero tampoco ciego) lo lleva a toda prisa, a pesar de que está consciente de lo idiota de su razón de ser. Un odio solo comparable con el que se siente cuando se le reclama al mensajero por anunciar la caída del reino; pero que, sin embargo, no puede contenerse.


Marcial corre con el sudor y el polvo haciendo sal en sus arrugas; corre y no se da cuenta, hasta sentir el golpe, del carro de un turista, miembro de aquella raza extraña a la que se le ocurre utilizar coches en este pueblo a las tres y media.

Cartél incoherente para antes de morir.

Caminé mi ruta de seis cuadras del trabajo hasta mi coche. Los locales cerraban. En la librería entre Miramar y Puentes, Don Alex me esboza un saludo mientras le echa bronca a un muchacho (nuevo, al parecer) sólo por poner en distinto orden los mismos libros que se lucían hace cuatro meses. Contemplaba aquella ciudad tan mía, que conocía desde hace más de cuarenta años. Aquel café con el que después de salir del trabajo, hace ya veintisiete años, cerraba mis faenas; estaba ahora solo, abandonado; lleno de vidrios rotos, algo de pintura post-moderna, polvo, suciedad, soledad.

Me sentí viejo de repente. Náufrago tal vez. Comencé a notar el paso rápido de todos aquellos que, como yo, cerraban sus actividades (además de sus locales) a las ocho en punto. Yo antes no tenía ese paso rápido. Yo no cerraba la puerta a las siete cincuenta y cinco para esperar, sin ser molestado, a que la agujita llegase a las ocho y cerrar al filo para no sentirme culpable. Yo no andaba con miedo por la calle. Yo no caminaba en grupos para sentirme más protegido. Me sentí sencillamente arcaico. Solo. Vacío. Resignado a vivir en otra época.

De pronto me comencé a asfixiar, no sé bien si de recuerdos o de realidad. Las luces tan luminosas me comenzaron a cegar, los anuncios a ofender, mis pies se confundían con las baldosas, mi respiración se aceleraba, las voces me jalaban; comencé a marearme y corrí como loco hasta la calle donde mi paciente carro me aguardaba. No sé en que punto de mi carrera di un ligero tropezón que me obligó a sostenerme de un poste. Mis gafas cayeron al piso. Soy miope, pero no tanto como para no notar que estaban integras. Las levanté mientras recuperaba un poco mi pulso, mi sangre fría. Entre resoplidos las limpié con la manga del suéter. El armazón volvió a estar en mi nariz y los cristalitos a tres centímetros de mis pupilas. La claridad inundó la calle. Pero había algo raro. Mientras que en las otras calles las luces me flagelaban, esta calle estaba casi totalmente a oscuras. La luz de algún departamento y el residuo de las luces de las demás calles rescataban un poco la luminosidad.

Me sorprendió la oscuridad, pero seguí trazando mis pasos hacia el auto. Lanzaba hacia atrás miradas de reojo. Por primera vez en cincuenta y tres años, tuve miedo en mi ciudad. Miedo de mi ciudad. Con la prisa a cuestas, y mi obsesiva vigilancia por detrás me impidió darme cuenta de algo. Un cartel. Un vil cartel en el ventanal de una antigua mercería. La atemporalidad me sigue. En esta mercería, hace 20 años, yo conocí a Andrea. Ahora si, me sentí completamente impotente. Golpeé con fuerza el marco de la ventana una y otra vez. Las lágrimas brotaban solas, Entre golpe y golpe me tallaba los ojos con el índice. Quedé rendido de repente. Busqué a tientas mi pañuelo para limpiarme. Contemplé el cartel. Tenía varias preguntas. Mientras me limpiaba las narices leí la primera pregunta: ¿Se está usted sonando?. Me detuve en ese instante. La siguiente pregunta cantaba: ¿Se está preguntando como lo supe?. Di unos pasos hacia atrás. Me recargué en un bote de basura que estaba frente a la mercería. Me fui deslizando con mi espalda hasta quedar sentado en el suelo. Me quité los lentes. Tallaba insistentemente mis ojos con las palmas. Volteaba a ver el cartel y negaba con fuerza que existiese. Me quedé así un par de minutos. Me volví a poner los lentes y leí la tercer pregunta: ¿Su ojo izquierdo está ahora en su palma derecha?. Parpadeé en ese instante y súbitamente no pude abrir el ojo izquierdo. Y fue cierto, mi ojo derecho vislumbró al izquierdo descansar en mi palma derecha. Me horroricé, cerré mi ojo con fuerza y al abrirlos ambos estaba en su lugar. Hasta el momento no puedo explicar cierta morbosa curiosidad por ver que más decía. ¿Su pierna izquierda ya no está ahí? Así es, ya no estaba en su lugar. ¿Todos sus lunares están ahora en su ombligo? Efectivamente; y no solo eso, llenaron mi ombligo de tal forma que se desbordaba de lunares. Me van a perdonar, pero les aseguro que me estaba divirtiendo como loco. Los colores se mezclaban, -¿La luna le acaba de voltear la cara muy ofendida?- Y sí, se negaba a voltear a verme. No sé por qué pero empecé a delirar. Llevaba mas de veinte preguntas y no iba todavía por la mitad -¿Tiene pelos en la lengua?-. Las preguntas eran cada vez más raras. Me sentí hipnotizado, mis ojos no dejaban de navegar sobre la cartulina. -¿Está llorando lágrimas de un merlot francés del 68?, ¿Ahora son de un cabernet sauvignon chileno del 71?- Me revolcaba ebrio de risa ante cada cuestionante. Los efectos desquiciados de las preguntas se convertían en ofuscaciones de realidad; y así de pronto, el mundo era vertical y yo me daba en la cara contra el vidrio, mi sombra reía conmigo, fui sordo de repente, eyaculaba aceite, mis ojos los limpiaba mi lengua, mi corazón se salía por mi nariz y volvía a tragármelo.

De súbito llegué a la pregunta final: ¿Está muerto?